20111012

Tatoo

Desde chico no acepté los tatuajes, o mejor dicho: ahora como un niño no acepto los tatuajes. Lo mismo con los aros, el cabello violeta, y los metales en cualquier parte distinta de las orejas.

Me cuesta por mucho que razone ver a una persona que fue bella así como los teólogos saben qué divinidad eligió, que ahora cambió esa misma belleza que nos provee la naturaleza por otra compuesta de tinta, materia inorgánica y/o algo de ingenio. Es más fuerte que yo. No sé si tengo adelante al mismo que hace algún tiempo. Lo vivo como si dijeran "este individuo ahora es otro, no el que conociste, y no es una razón impuesta por el metabolismo; el que conociste no está más y por ese motivo el vínculo con él tampoco".

Sin embargo, debo admitir que elementos como los aros en el rostro, los tatuajes, suelen ser anzuelo para que uno mantenga la visión en alguna facción ( o proporción ) de una observada. Son como algunas publicidades que tienen el asterisco entre paréntesis, pero no hay nota al pie, ni letra chiquita y buscandola uno recorre todos los detalles estéticos de la página. Y es esta contradicción la que me moviliza a escribir en forma de sujeto, verbo y predicado; que por cierto no me resulta fácil.

Instalar un aro no es cosa sencilla, lo mismo con tatuajes, pero no por eso de perforar, existen herramientas bien sofisticadas, ni por el dolor: el cuerpo receptor del tuneo está dominado por una mente dispuesta a la carga.
El verdadero valor agregado del trabajo está en colocar el sticker indeleble en justo un lugar que destaque una zona cercana, así se estimula en el observador un reflejo que cambia el paneo horizontal por vertical.


Y sí, no sé. Me importa poco, si es una araña, un símbolo tribal, un personaje comic, si está desteñido. Sé que no son lunares y que puestos ahí, en eso que llaman rombiode superior, me dicen

"Esta espalda, Matías, pertenece a una mujer que no podrás ignorar"

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